Desde que el Convento de Santa Mónica fue fundado a finales del siglo XVII, la vida conventual transcurrió con normalidad hasta la primera mitad el siglo XX, cuando se denunció su existencia.
En 1934, el Gobierno Federal clausuró el convento y el caso alcanzó proporciones excepcionales. Intervino la Policía Federal de México, la Administración de Bienes Nacionales, la Procuraduría General de Justicia de la Nación, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, y el Ejército.
Además de arte y objetos de valor del culto religioso, fue hallado un tesoro con valor de 22 millones de pesos; también una red de caminos subterráneos con acceso a diferentes inmuebles; y un oratorio oculto en el que las monjas meditaban sobre la muerte, para llamarla y sentirla.
Antecedentes del convento
El origen de la casa que albergó el convento de las monjas agustinas recoletas de Santa Mónica data de inicios del siglo XVII, cuando el benefactor Julián López, y el canónigo Francisco de Reynoso, fundaron un hospicio para señoras nobles que quedaban en desamparo, ya sea porque el marido viajaba, o porque el padre moría.
El 1606, el hospicio para señoras nobles fue ubicado en la esquina de la actual calle 5 de Mayo y la 18 Poniente. Pero el proyecto no tuvo el éxito esperado y para 1609 lo transformaron en casa de reclusión para mujeres perdidas bajo la advocación de María Magdalena; eran internadas ahí por la justicia eclesiástica o por la justicia secular.
Pocos años después de que el obispo Manuel Fernández de Santa Cruz y Sahagún (1676-1699) llegara a Puebla, las mujeres recluidas ahí fueron trasladadas a otra casa sobre la misma calle 5 de Mayo y la esquina de la 20 Poniente (hoy Escuela P. Mar). La nombró Casa de Recogidas con el título de Santa María Egipciana.
Esto lo realizó con la intención de fundar un colegio de niñas vírgenes, doncellas solteras, en la casa que había sido hospicio de señoras nobles y después reclusión de mujeres perdidas.
“La casa no fue por mucho tiempo colegio de doncellas porque el obispo comenzó a concebir la idea de fundar un convento. Él tenía predilección por las monjas, las cuidaba y protegía. Entonces pidió permiso a la Santa Sede para crear un convento”, expone el investigador Gustavo Velarde Tritschler.
La autorización para fundar el convento llegó en 1682 y el nombre se buscó echando la suerte, tres veces salió el nombre de Santa Mónica, madre de San Agustín. Pese al descontento del obispo, porque Santa Mónica no había vivido virgen ni en claustro, fundó el convento de religiosas agustinas recoletas en 1688, hoy conocido como Convento de Santa Mónica.
El investigador refiere que a partir de ahí inició la vida conventual de las monjas que transcurrió con normalidad, incluso, el convento sobrevivió a las Leyes de Reforma (siglo XIX). Se cree que pasó desapercibido porque arquitectónicamente no tenía las características de una edificación conventual.
“El convento todavía superó la Revolución (siglo XX), pero cuando Plutarco Elías Calles llegó al gobierno, ordenó cerrar los templos y conventos. Entonces se emitieron unas leyes que permitían a los civiles denunciar los bienes de la iglesia para ser confiscados. Se les dio la facultad de denunciar para que los inmuebles fueran incautados de forma inmediata, sin investigar. Fue algo tan drástico que se prestó a injusticia y venganzas personales”, señala.
Cuantioso tesoro enterrado
Las monjas agustinas contaban con la ayuda de un recadero de nombre Antonio C. Palacios que pronto se ganó su confianza. Así ascendió a la categoría de cobrador, después fue mayordomo, pasó a ser administrador, hasta llegar a ser consejero, que era el cargo máximo a que podía aspirar dentro del convento.
Palacios contaba con la confianza y el reconocimiento de las monjas, quienes habían retribuido tan bien sus servicios que lo habían sacado de la pobreza. Contaba con una posición desahogada lo que lo llevó a ser considerado como “don” o “señor”.
“Él era muy católico y llevaba una vida ejemplar, se decía que no era capaz ni de matar un insecto. Fue escalando en responsabilidades hasta llegar a ser consejero de las monjas. Pero cuando subió Calles al poder, Palacios las traicionó y denunció. El Gobierno Federal entró al convento, los funcionarios se maravillaron de todo lo que encontraron, incluido un tesoro de incalculable valor y un oratorio dedicado a la muerte”, asegura Velarde.
“Cuantioso tesoro ha sido encontrado. Nada menos que dos mil 500 onzas de oro había enterradas entre dos casas de la 18 poniente”, fue el encabezado dominical del periódico La Opinión, del 20 de mayo de 1934, en propiedad del investigador Velarde Tritschler.
El convento había pasado desapercibido porque las monjas tenían inquilinos a los que no les cobraban renta, parecía que el inmueble era una vecindad y así alejaban sospechas. Entonces fue clausurado y se aseguraron todos los ornamentos que servían para los actos del culto católico.
En las diligencias intervino la Policía Federal de México, La Procuraduría General de Justicia de la Nación, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, y la Administración de Bienes Nacionales. Los funcionarios encargados de clausurar el convento y localizar el tesoro dentro del inmueble fueron, el juez primero de distrito, A. Paniagua, y el agente del ministerio público federal, Blas Castillo. Ordenaron hacer un cerco, había policías y ejército en algunos accesos.
“El tesoro había sido encontrado en la línea divisoria de los edificios cateados, la casa 101 y 103 de la 18 poniente. Dos mil 500 onzas de oro, con un valor de 22 millones de pesos, fueron enterradas para prevenir ser decomisadas cuando el gobierno supremo de la Nación aseguró los bienes de la sociedad anónima La Piedad. También se encontraron las escrituras de casas que pertenecieron a las personas que donaron sus propiedades con fines piadosos”, detalla.
Hallazgo de caminos subterráneos
Acompañado por varios elementos de la Policía Judicial Federal, arribó a la Angelópolis Telésforo Hinojosa, representante del Procurador de Justicia de la Nación, Emilio Portes Gil; también el licenciado Bustamante de la Secretaria de Hacienda y Crédito Público; y Luis Rubio, agente el Ministerio Público Federal.
Para hacer el inventario de los objetos y el arte encontrado al interior del convento, las monjas fueron trasladadas por los judiciales a distintas casas de hospedaje, el sacristán del templo del Señor de Las Maravillas lo cerró y los vecinos fueron desalojados.
El investigador refiere que el martes 22 de mayo, nuevamente el periódico La Opinión, informó que durante los trabajos de exploración para recoger los objetos pertenecientes a la Nación, se descubrieron numerosos pasillos con acceso al convento y otras casas.
“Se encontró todo un sistema de caminos subterráneos que tenían comunicación con el templo bajo la superficie de la tierra. Entonces el convento fue sitiado por fuerzas federales, se instaló un retén de tropas del 45 batallón”, asegura.
Los funcionarios mencionaron en su reporte que en algunos caminos subterráneos había derrumbes, pero tenían una construcción perfecta y significaban la oportunidad para realizar estudios de épocas remotas. Sin embargo, parece que no fue así y simplemente se sellaron.
Tras concluir el inventario, las autoridades autorizaron abrir el templo del Señor de las Maravillas para que se siguiera practicando el culto religioso. Noticia que alegró a los vecinos que pensaron que lo iban a clausurar.
Un oratorio dedicado a la muerte
El Convento de Santa Mónica estaba rodeado de un velo de misterio. Existía un oratorio subterráneo al que se llegaba mediante un ingenioso mecanismo que hacía veces de ascensor. Era un cuarto oscuro destinado a preparar el espíritu para pensar en la muerte.
Velarde Tritschler comenta que un año después de los hallazgos, en julio de 1935, el periódico La Opinión, publicó la investigación de Arcelia Yañiz, una reportera a la que le fue permitido acceder al oratorio.
Yaniz, llego a la conclusión que en la comunidad de religiosas agustinas recoletas de Santa Mónica, la idea central era la muerte con toda su trascendencia, desde el punto de vista religioso. En la publicación se lee: “(…) La muerte prometedora de una paz, de una felicidad, de una riqueza inexistente en el mundo, una muerte que sí coagula todos los latidos de la vida en el corazón, ensaya -en cambio- sobre las alas del espíritu, un vuelo definitivo hacia ese más allá inabordable e inquietante”.
El investigador refiere que ella, la reportera, encontró el corazón de Manuel Fernández de Santa Cruz que reposa en el Convento de Santa Mónica. Dice que el oratorio era un cuarto totalmente oscuro, sin ventanas y tapizado con cortinas negras a manera de mortaja, un lugar hosco e impresionable donde nunca entró ni la luz ni el aire.
“Al fondo se encontraba un crucifijo junto con dos candelabros y un cráneo. En un costado había dos libros de meditación forrados de negro, un rosario de cuentas gordas oscuras, dos cilicios (faja con cerdas o púas que se lleva ceñida al cuerpo como penitencia o mortificación) y una corana de espinas auténticas”, detalla.
A los pies del altar, se hallaba un reclinatorio con el hábito de una monja agustina al que le colocaron una cabeza de yeso para lograr la figura de una religiosa arrodillada. En ambos lados del altar había hojas de madera a modo de retablos en los que se apreciaba pinturas que representaban monjas, y versos y alusiones en rimas como las siguientes:
“(…) En la división segunda aparecen unas monjas llevando sobre sus cuellos y espaldas unas pesadas cadenas trabajosamente inclinadas, exclaman la alusión: Peso enorme llevamos con las culpas de Puebla que cargamos”.
“La parte segunda tiene cuatro monjas, tres de ellas con las manos cruzadas al pecho e hincadas, y la restante de pie, abiertos los brazos con una plegaria en los ojos que miran al cielo, abajo dice: En continua oración y eterno ruego piedad pedimos por el mundo ciego”.
En un costado había un anaquel con libros modernos, en su mayoría, y todos míticos, con títulos como: “Reflexiones sobre la muerte”, “Vivir bien para morir bien” y “Pecador, piensa en la muerte”.
En el oratorio también había una madera octagonal cubierta por un velo negro transparente, con atributos de la Pasión: Los tres clavos, el martillo, la cruz, el gallo que cantó parejo con las negaciones de Pedro, la corona de espinas, la túnica y los dados con que fue sorteado, la lanza que se le clavo Cristo en el costado, la caña y la capa escarlata que regocijaron de burla a los judíos, etcétera.
“Se cree que las monjas agustinas practicaban en este cuarto oscuro una meditación en cuerpo y alma. Para ello, se tendían a los pies del altar hasta sentir (con la imaginación) sudores y desmayos agonizantes. Era un lugar propicio para que atormentaran su espíritu y se magullaran el cerebro con visiones tétricas”, concluye el investigador.
Era un oratorio oculto en el que las monjas meditaban sobre la muerte, para llamarla y sentirla.