El mundo iluminado | Miramos y no vemos – El Sol de Puebla

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El más temible juez ante el que podemos comparecer es uno mismo, pues resulta casi imposible (sino es que imposible) sentenciarnos con objetividad. Muchas veces, cuando nos equivocamos, preferimos adjudicar la responsabilidad de nuestro error a un tercero, mientras que asumimos, cómodamente, el rol de la víctima. Cuando se trata de observarnos no somos objetivos, sino más bien laxos y asumimos que nuestras faltas son menores, mientras que las de los demás las tachamos por graves. Irónicamente, existen también los casos en donde uno asume el papel del juez severo y exageramos con respecto a los errores que hemos cometido, convirtiéndonos en victimarios y verdugos de nosotros mismos insultándonos repetidamente, menospreciándonos e, incluso, burlándonos de lo que nos ha ocurrido. Sin importar si asumimos el papel del juez blando o del juez duro, somos incapaces de actuar con justicia para con nosotros mismos dándonos lo que en verdad nos corresponde.

Juzgar es un mal hábito que todos tenemos, pues ese “juzgar” no se hace desde la justicia, sino desde la subjetividad. Juzgamos, generalmente, no para solucionar, sino para satisfacer nuestras creencias. Juzgamos porque asumimos que estamos bien y los otros mal, juzgamos porque pensamos que nuestros valores son los correctos y los del resto son inmorales, juzgamos porque asumimos que somos superiores a nuestros semejantes y porque suponemos que hemos alcanzado un escalafón inmediatamente inferior al de la perfección, pero lo cierto es que más bien estamos apenas al pie de la escalera del progreso individual y que todos nuestros juicios existen por un complejo de inferioridad no reconocido. Juzgamos porque nos sentimos excluidos.

Juzga el que idealmente se halla en una posición de conocimiento, pues todo juicio implica saber, además de ser capaces de mesurar, considerar, contrastar, comparar, sopesar, etcétera. El juicio no es una opinión porque el juicio no se construye desde la creencia, sino desde la comprobación, por lo que quien se atreva a juzgar desde lo que supone y no desde lo que ha verificado no es un juez, sino un usurpador. Ahora bien, ¿cuando nos juzgamos a nosotros mismos lo hacemos desde nuestra creencia o desde nuestra experiencia? Juzgar no es atormentar, sino fincar responsabilidades y determinar tanto penas como condenas y beneficios, por lo que no cualquiera puede ser juez. Irónicamente, en nuestro día a día, no hacemos más que juzgar, o eso es lo que suponemos que hacemos.

Generalmente juzgamos todo lo que vemos porque tenemos una tendencia a mirar hacia afuera incluso cuando nos juzgamos a nosotros mismos, es a partir de una comparación que hacemos con respecto al mundo exterior y los demás. Juzgamos (aunque quizás la palabra correcta sea “opinamos”) por nuestra incapacidad para auto–observarnos y por nuestra negativa a trabajar en el perfeccionamiento de nuestros vicios; seguramente si pusiéramos más empeño en perfeccionarnos, en lugar de dar nuestra opinión de todo cuanto percibimos, nuestro mundo sería si no mejor, al menos más estable. Perfeccionarnos es necesario para vivir en correspondencia con la paz, que es hermana de la justicia, pero para que este trabajo interno pueda emprenderse, primero es necesario aclarar qué es lo que buscamos en la vida, hacia dónde nos gustaría encaminar nuestros pasos y por qué razón nos es imposible acallar las opiniones que nuestra mente despotrica en contra de todo lo que percibe. Alcanzar la perfección sólo es posible cuando aclaramos el rumbo por el que estamos dispuestos a avanzar; así lo explica el filósofo Confucio en lo que conocemos como “El primer libro clásico”:

«Es preciso conocer el fin hacia el que debemos dirigir nuestras acciones, pues sólo así se alcanza el estado de perfección que buscamos. ¿No sería más eficaz lograr que fueran innecesarios los juicios? Cuando el alma se halla agitada por la cólera, carece de esta fortaleza; cuando el alma se halla cohibida por el temor, carece de esta fortaleza; cuando el alma se halla embriagada por el placer, carece también de esta fortaleza; cuando el alma se halla abrumada por el dolor, tampoco puede alcanzar esta fortaleza. Cuando nuestro espíritu se halla turbado por cualquier motivo, miramos y no vemos, escuchamos y no oímos, comemos y no saboreamos. Raras veces los hombres reconocen los defectos de aquellos a quienes aman, y no acostumbran tampoco a valorar las virtudes de aquellos a quienes odian. No dar importancia a lo principal, es decir, al cultivo de la inteligencia y del carácter, y buscar únicamente lo accesorio, es decir, las riquezas, sólo puede dar lugar a la perversión de los sentimientos.»

Confucio fue un filósofo chino situado hacia el siglo V a. C. y su legado, no es exagerado decirlo, es semejante al de Sócrates, quien por cierto vino al mundo tan sólo unos pocos años después de que Confucio había muerto. A Sócrates se le puede considerar la lumbrera de Occidente, mientras que Confucio sería la de Oriente. El pensamiento de uno y otro mantiene llamativas coincidencias, por ejemplo, ambos maestros se entregaron a la labor filosófica sin desligarse de sus responsabilidades para con el estado y el método de enseñanza que emplearon fue semejante, pues mientras que Sócrates practicó la mayéutica, Confucio se inclinó por las analectas, siendo en ambos casos el diálogo con los discípulos su motor.

Vivir hacia afuera es necesario para satisfacer cuestiones básicas de vivienda, vestido y alimentación, sin embargo, no debe ser la realidad exterior la única a la que debemos confiar nuestra existencia, pues esta realidad es, por definición, accesoria. El cultivo de la inteligencia y del carácter, que se hallan únicamente en la realidad interior, es fundamental para quien busca no sólo suprimir los numerosos juicios a que tan mal acostumbrados estamos, sino para quien además desea acompañarse de la hermana de la justicia: la paz, la única que puede suprimir de nuestro espíritu las turbaciones y los juicios en que caemos cuando miramos y no vemos.

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